En una típica postal de Buenos Aires no deberían faltar dos elementos: el Obelisco y un colectivo 60. El martes pasado, en la antesala de la marcha de las CGT’s, esos dos iconos porteños se juntaron. Llegué al punto de encuentro apenas pasada las dos de la tarde, el cielo estaba despejado y, debajo de él, mis compañeros ultimaban los preparativos para comenzar la caminata. Éramos muchos, casi trescientos, muchos más de los que solemos ser en ese tipo de actividades. Después de los saludos, me quedé conversando con Abel Rodríguez, un chofer de la empresa Expreso Lomas. Abel es joven, está por cumplir los treinta años, y combina el trabajo con la carrera de abogacía. Esa tarde se lo notaba entusiasmado, me pasó un mate amargo y, con una sonrisa, me preguntó:
– ¿Che, Santi, vos qué decís, que este quilombo le dolerá al Gobierno?
Esperemos, contesté. Y mi respuesta fue interrumpida por una caravana de micros escolares que avanzaba hacia el bajo, envuelta en el sonido de los bombos y los cantos. Estaba todo listo para partir, la gran bandera de Interlíneas marcaba la punta y, detrás de ella, los tres centenares de camisas celestes la seguimos al grito de “Olelé Olalá, si esta no es la UTA, ¿la UTA donde está?”.
Bajamos por Corrientes y doblamos en Alem, bordeando el patio trasero de la Casa Rosada. Con la misma sonrisa en el rostro, Abel me señaló el techo y me habló del helicóptero. Tuve que acercarme para escucharlo, las bombas de estruendo retumbaban por toda la ciudad.
– Estaría bueno que se repita…
– ¿Lo qué?
– Que se repita lo del helicóptero y que no vuelvan nunca más.
De Alem doblamos por Moreno hacia el lado de la diagonal, abriéndonos paso entre el gentío. Todavía faltaban dos cuartos de hora para que comenzara el acto. Si nos apurábamos, y lográbamos sortear las cuadras que nos separaban, podríamos escuchar a los oradores. Al llegar a la calle Perú nos topamos con una columna de Estatales, el grito fue unánime y ensordecedor «Unidad, de los trabajadores…». Todos cantaban, todos. El que votó a Scioli, el que votó a Macri, el del voto en blanco. Todos. Absolutamente todos. Era una marcha contra el Gobierno, de eso no quedaban dudas. Avanzando por Perú pudimos llegar a la diagonal. Vi a una chica a las puteadas, le vi cara conocida, la reconocí. Era una compañera del profesorado.
– Gabi, querida, ¿cómo estás?
– Como el orto estoy: estos hijos de puta adelantaron el acto y carnerearon el paro- me dijo, y se fue con la misma bronca con la que la vi venir.
«Paro general, paro general». Las voces comenzaron con tibieza y se fueron agigantando. Venían de Belgrano, en donde estaba el escenario. Nuestra columna se detuvo y aprovechamos el parate para ir a chusmear, queríamos saber qué era eso que pasaba y que ganaba las calles en coro. Abel le preguntó a un metalúrgico, yo hice lo mismo con una señora con remera del Ni Una Menos. «Nos cagaron, los dirigentes nos cagaron: hablaron del paro pero no le pusieron fecha». En ese instante vimos como comenzaban a volar las sillas contra la custodia del escenario.
– ¿Qué hacemos?- me preguntó Abel.
No recuerdo cuál fue mi respuesta, sé que atinamos a volver hacia donde estaba nuestra columna. Sé, también, que le contamos las novedades a nuestros compañeros y que, en un abrir y cerrar de ojos, la bandera de Interlíneas flameaba a pocos metros del escenario. El griterío era ensordecedor. «Poné la fecha, la puta que te parió». Todos cantaban, nosotros también. Vimos a los muchachos del sindicato de Camioneros conteniendo a la muchedumbre. Vimos algunas trompadas y botellazos volando sobre las cabezas de los dirigentes que abandonaban el palco. Vimos de todo, pero no identificamos a nadie.
Sentí que el asunto se estaba poniendo espeso. Había un gordo grandote, en cuero, que me recordaba a la Madonna Quiroz -aquel hombre que había gatillado su revolver en la quinta de San Vicente-, estaba actuando como un boxeador grogui: tiraba trompazos al aire, pero no lograba conectarle a su objetivo. La multitud se apretujaba contra las vallas, el cordón de camioneros no daba abasto. Cuando bajó el último de los dirigentes, los hombres de verde lo cubrieron con su cuerpo y descuidaron la escalera del escenario. Mal por ellos. Vimos luz y entramos. Frente a nosotros el palco; frente a nosotros el pueblo.
Y otra vez el mismo canto: «Poné la fecha, la puta que te parió; poné la fecha, la puta que te parió…». Las banderas de la 60 flameaban en el escenario. Los choferes de Interlíneas le estaban copando la parada a lo más repodrido de la burocracia sindical. No estábamos solos, al estrado subieron los docentes del Suteba, los remiseros de Ezeiza, los jubilados del transporte y decenas de trabajadores indignados con la cúpula cegetista. Tantos años de traiciones, de aprietes y despidos se condensaron en ese instante. Los gordos ya no estaban, estábamos nosotros.
Lo que siguió fue épico, un acto de justicia que quedará grabado en la historia. Y Abel lo pudo ver con sus propios ojos: vio a la multitud y a sus compañeros, vio como alguien le trazaba una cruz al atril y como, sin premeditarlo, lo bajaban del escenario. Escuchó el himno argentino y, entre aplausos y papelitos, se sintió parte de ese movimiento. Tras un silencio, volvimos a cantar. Y, esta vez, las voces del pueblo se colaron por la ciudad y entraron por las ventanas de las casas, por las ventanas de todas las fábricas y cooperativas, y se colaron en los miedos de gobernantes y sindicalistas. Esas voces sonaron fuertes y retumbaron por el eco, pedían a gritos: “¡paro general, paro general!”
A treinta kilómetros de ese escenario, en Olivos, Macri y su gabinete hablaban de una «extorsión sindical» y descalificaban la marcha alegando que estaba «politizada». ¡Y por supuesto que lo estaba! La política del pueblo se genera en asambleas y se desarrolla en las calles. Y ahí estábamos, en las calles haciendo política. Política contra el ajuste, contra los despidos, el hambre y los tarifazos; en favor del trabajo, de la educación pública y del salario digno: por la reactivación definitiva del aparato digestivo. Y esta vez, nuestro canto era consigna, había dicho basta y corrido a los burócratas de su propio acto.
Cuando bajamos del escenario seguíamos emocionados, pude ver el rostro de Abel y darme cuenta que esa sonrisa no se le iba a borrar tan fácil. La burocracia había corrido, el gobierno lo miraba por televisión. Llegamos a los micros y no tuvimos tiempo de hacer un balance, nos saludamos con un gesto y cada uno partió por su cuenta. Él con sus compañeros y yo caminando con el Uruguayo. La cabeza me explotaba, ¿cómo podía ser que, sin premeditarlo, hubiésemos expulsado a la dirigencia? Sí aquello fue algo espontáneo, ¿cuantas cosas podríamos lograr con organización? El paro tendría fecha. Volví a pensar en Abel, lo imaginé sentado en el Micro, camino a Lomas de Zamora, con la cabeza pegada en el vidrio y la sonrisa en el rostro.
Fuente: ANRed