Se trata de las provincias de Formosa, Santiago del Estero, Chaco, Jujuy, Salta, Misiones, Catamarca, Tucumán y La Rioja. Todas norteñas. El acceso a la economía popular sirvió para bajar los niveles de informalidad pero reclaman al Estado que «acompañe» a los productores para poder «certificar la calidad de sus productos» y acceder a los mercados de consumo masivo.
La cartera laboral y la de Desarrollo Social informaron que el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (Renatep) ya superó en febrero los 3 millones de inscriptos y en nueve de las 24 provincias son más las personas bajo este esquema laboral que los empleados registrados en el sector privado. Se estima que el número real podría llegar a 8 millones de personas.
El Renatep se encarga de contabilizar a las personas que trabajan en esta modalidad con la mira puesta en la formalización dado que ya representan un 34% de la población económicamente activa en esas provincias.
Para Pablo Chena, director de Economía Social y Desarrollo Local en el ministerio que conduce Juan Zabaleta, «desarrollar la economía popular, con acompañamiento productivo, es el desafío profundo para ir desterrando la pobreza estructural».
«El reclamo principal de las protestas está relacionado con la falta de empleo en el sector tradicional de la economía, producto de muchos años de exclusión y de crisis; tenemos que impulsar el desarrollo de la economía popular para fortalecer el trabajo con derechos en los barrios populares y crecer desde abajo en forma sustentable», amplió a Télam.
En el total país, casi el 11% (10,8%) de los trabajadores de entre 18 y 65 años están anotados en el registro oficial de la economía popular, con una mayoría de mujeres que representan el 58% del total.
«Para reconocer ese saber popular primero hay que formalizarlo», explicó a Télam Sonia Lombardo, directora del Registro Nacional de Efectores Sociales del Ministerio, quien advirtió: «Está claro que no se puede vivir de la feria y que hay que lograr que esta economía llegue al mercado de barrio y al supermercado».
Pero además -señaló-, resulta clave que el Estado «acompañe» al productor de tal manera que pueda «certificar la calidad de sus productos».
El comercio popular, las ferias y el trabajo en el espacio público son patas centrales de esta economía informal, con fuerte arraigo en los barrios más organizados.
«Hay que ayudar a legitimar esa producción, que accedan a las herramientas que certifiquen que eso se puede consumir, que es seguro, que es sano; no es sólo propaganda lo que se necesita sino también acceso a registros y certificados que, con el tiempo, permitan aumentar esa producción», declaró y entendió que, de esa manera, también se transforma algo del «orden simbólico y cultural».
Ejemplo de este proceso son las Pupaas, pequeñas unidades productivas en las que se elaboran alimentos artesanales, de bajo riesgo sanitario y a pequeña escala, en cocinas domiciliarias, individuales o colectivas, y para las que el Gobierno ofrece subsidios destinados a la compra de maquinarias, de materia prima o a la mejoría edilicia.
Tanto Chena como Lombardo coincidieron en que la economía popular no sólo es clave en la lucha contra la pobreza estructural, sino también en la reinserción social de quienes son excluidos del mercado tradicional.
«Tiene un componente ético moral muy importante porque le da lugar a quienes estarían destinados a condiciones muy precarias, como por ejemplo aquellas personas que recuperan su libertad luego de haber cumplido una condena», graficó Chena.
De manera similar, la economía popular suele ser el sistema que cobija a quienes, por ejemplo, lograron salir de trabajos semiesclavos en el rubro textil, donde padecieron «condiciones de precariedad extrema».
«Ahí está la diferencia entre una economía informal, al servicio de un capital monopólico, versus la economía popular que saca a esas trabajadoras de esos lugares clandestinos y las coloca en cooperativas o polos productivos, donde pueden desarrollar su propia capacidad de organización y comercialización», insistió Chena.
Es que «muchas veces la informalización es utilizada para cubrir una ilegalidad y una precariedad, pero, en cambio, la economía popular batalla eso desde lo ético y lo moral», explicó.
La pata política está representada en las organizaciones sociales porque defienden una «agenda de institucionalización de esta economía para que sea valorizado un modo de producción nuevo, autogestionado por los trabajadores de los barrios».
En este escenario, según el portal Economía Solidaria, existen en el país «nada menos que casi 30 millones de personas asociadas a cooperativas y mutuales, las que conforman un espacio económico social y solidario que genera miles de puestos de trabajo con empresas líderes».
«Muchas de estas organizaciones superan los 150 años y, en su conjunto conforman una realidad capaz de generar servicios de calidad en pequeñas localidades, donde la rentabilidad no es atractiva para grandes empresas», señaló Economía Solidaria.