Cuando todavía estaban escribiendo el epitafio en la tumba del sindicalismo peronista, descubrieron que aún respiraba. Con la salida de la convertibilidad y el nuevo modelo de acumulación, que llegó de la mano de su alianza estratégica con el kirchnerismo, el sindicalismo recuperó su lugar clave en la estructura social, política y económica de la Argentina. Ese actor social que parecía condenado a desangrarse hasta la muerte en la década anterior, reconquistó su influencia no sólo en el proceso productivo y en el mundo laboral, sino también en la política y en el territorio. Y así como en la década del noventa, a fuerza de desindustralización y cierres de fábricas, las organizaciones de desocupados y los movimientos sociales marcaban el pulso de la conflictividad social que se mecía al ritmo de los piquetes, en los últimos 12 años el actor sindical, revitalizado por la vuelta al trabajo, retomó un sitio que parecía haber abandonado por siempre.
La reinstalación de las negociaciones colectivas, la vuelta de las paritarias, el nuevo equilibrio entre el capital y el trabajo y la vieja estructura gremial golpeada (y autoflagelada en muchos casos) por el menemismo pero no derrotada, catapultaron una vez más a los sindicatos como articuladores de poder, recursos y política.
La década sindicalizada, entonces, generó el paraguas suficiente para un movimiento obrero a la ofensiva tras haber tocado su piso histórico. Esta etapa representó mejores condiciones para avanzar en la recuperación de derechos flexibilizados en la década anterior, más herramientas para la organización en los lugares de trabajo y más posibilidades para pelear por el salario real de los afiliados.
De todas formas, estos años estuvieron lejos de llevar a la clase obrera al paraíso. La vieja guardia sindical peronista no rejuveneció, evitó por todos los medios su renovación, clausuró las instancias de debate para las generaciones que se incorporaron al mercado laboral, no transparentó sus cuentas y replicó antiguos vicios vinculados al autoritarismo, lo que dejó una cantidad importante de deudas que el movimiento obrero no pudo saldar. La principal -y quizás- la que resume el espíritu de la cuestión, es la demorada democratización de los gremios.
Esas contradicciones del modelo sindical argentino, que por un lado garantiza un piso importante de beneficios a sus trabajadores, pero también les impone un techo difícil de permear, establecen la agenda para el futuro inmediato y mediato. Y el reto será todavía más complejo, es que todo indica que “lo que falta” deberá discutirse en el marco de un modelo económico regresivo que amenazará el salario y las condiciones de empleo. El futuro ya llegó, aunque en los sindicatos todavía hay muchos que se resisten a aceptarlo.